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3 Mar 2017 01:45 PM

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Alerta
Tolima

La memoria y el olvido. Leonardo Padura. 2006

Hoy los golpes vienen desde la calle del fondo. Ayer llegaban de la casa del lado y el fin de semana fue desde algún punto indeterminable de la esquina. Son como el calor de este verano, ubicuos y, lo peor, persistentes. Desde hace dos años mi barrio, como casi todos los barrios de La Habana y de buena parte del mundo hispano, viven con la pauta rítmica de esos golpes y con unas voces que en ocasiones se escuchan, otras no, y de las que he podido entresacar que hablan de una pobre diabla, quien clamaba por un hombre que no vale un centavo, o de otra, para nada pobre diabla, a la cual le encanta la gasolina y lo mejor es darle más gasolina. Se trata, de más está decirlo, de la fiebre del reguetón, que muchos pensamos efímera, como tantas otras furias juveniles y adolescentes, pero que esta vez ha demostrado una temible capacidad de resistencia.

Desde que comenzó esta invasión del espacio sonoro he tratado de imponerme a mis gustos ya asentados, a mis años y mis prejuicios, de abrirme mentalmente a las exigencias de la evolución social y al entendimiento del espíritu iconoclasta y rebelde que debe de caracterizar a los jóvenes, sobre todo cuando su iconoclastia y rebeldía tienen pocos márgenes para manifestarse. He hecho mi mayor esfuerzo por no resultar retrógrado y obligarme a entender que el reguetón es una expresión de los modos de pensar de los jóvenes de hoy, hijos de una globalización en donde no tiene demasiado mercado la inteligencia, unos jóvenes llegados al mundo sin muchos de los rezagos que debimos matar nosotros y para quienes el sexo ha dejado de ser un tabú y se practica con tanta fruición verbal y coreográfica en un «perreo» reguetonero como con disfrute físico en una cama o en una escalera oscura.

Tengo cincuenta años y soy un «recordador» que vivo de mi memoria y de otras memorias, y cuando me invade el impulso de rechazar el ritmo agresivo del reguetón, me impongo recordar que treinta y cinco años atrás a mí y a mis contemporáneos se nos criticó y se nos acusó de «penetrados ideológicos del imperialismo» y otras lindezas por el estilo, porque nos gustaba bailar las canciones de Los Beatles, los Rollings, Led Zeppelin, y escucharlas incluso, sin saber apenas de qué hablaban. A nosotros, en realidad, no nos importaba demasiado de qué hablaban, porque sabíamos, eso sí, que se dirigían a nosotros y, sin entender las palabras, captábamos su sentido y repetíamos «all you need is love».

Cada generación ha tenido sus iconos artísticos y seudoartísticos y a las generaciones concomitantes siempre les ha sido difícil aceptar, y más aún entender, ciertas preferencias. Que a un joven de la década de 1950 le haya gustado escuchar a Pedrito Rico cantando «La perrita pequinesa» les puede parecer, a los de mi edad, tan absurdo como constatar que a un adolescente de hoy le fascine el reguetonero Don Omar cantado «Gata gángster» (con los tiempos cambian los animales y también sus atributos). Igual les ocurrió a nuestros padres cuando nos oyeron repetir «Fool on the hill» y les ocurre a estos jóvenes de hoy cuando ven que nos estremecemos con «I’ve got you under my skin». Es la lógica del cambio generacional, del relevo de gustos, de las modas epocales.

El reguetón expresa pues una forma de ver el mundo y como tal hay que aceptarlo, incluso cuando habla de la diabla que se pone en cuatro (ya se sabe para qué) y hasta practica la chupada del pirulí y otras piruetas directamente sexuales. Su simplicidad rítmica (y no se me acuse de estar «fuera de onda», léase una partitura del género, si es que existen) y la elementalidad y por momentos sordidez de sus textos (tampoco se me puede catalogar de puritano, sólo hay que oír el reguetón que habla del culito, ¿de la diabla o de la gata?) es reflejo de la simplicidad, elementalidad y sordidez de los días que corren. El reguetón no surgió de la nada ni se ha impuesto en el gusto masivo de adolescentes y jóvenes por arte de magia, sino que es una emanación de estos tiempos, capaz de ofrecerles algo que ellos necesitan, casi se diría que exigen. Estos son hechos y oponerse a aceptarlos sí es una postura retrógrada.

Lo que me duele del reguetón y sus letras no es tanto lo que provocan ahora entre sus consumidores, sino y sobre todo lo que dejarán en ellos como sedimento cultural, sensorial, afectivo, como sustancia para la evocación cuando los tiempos de hoy ya sean los de ayer. Esta certeza me asaltó hace unos días cuando, movido no sé por qué resorte de la nostalgia, coloqué en mi grabadora ese objeto del pasado que es el casete y mientras hacía los ejercicios que exige mi maltrecha espalda, escuché las viejas canciones de Siembra, el resultado milagroso del encuentro entre Rubén Blades y Willie Colón, cuando hicieron el disco que es, según lo calificó un amigo, «el Abbey Road de la salsa». Mientras disfrutaba aquellas letras con las que Rubén nos hablaba de la identidad hispana, de sus sueños y frustraciones, de la tragedia del pobre Pedro Navajas, y Willie le ponía un ritmo pegajoso que todavía no ha perdido su aglutinante, recordé que esa fue la música que bailábamos y
cantábamos en los 70, cuando ya teníamos a Los Beatles instalados en la memoria, y cuando para enamorar a mi propia Lucía tenía a la mano la «Lucía» de Serrat y en lugar de decirle pobre diabla le cantaba (es un decir) que «no hay nada más bello que lo que nunca he tenido, ni nada más amado, que lo que perdí, perdóname sí…». ¡Por Dios, coño!

Entonces, tirado en el suelo y controlando el júbilo de mi espalda, me sentí privilegiado por haber tenido la educación sentimental que me regaló mi tiempo, tan lleno de carencias que en el barrio había una sola grabadora (de casetes), tan pleno de represiones y censuras gratuitas (primero, Los Beatles y compañía, después esos mismos salseros, acusados de «robarse» la música cubana) y de agresiones seudoculturales (como las de José Feliciano y sus canciones carcelarias, entre otros horrores olvidados). Me sentí satisfecho porque en lugar de a Paulo Coelho o Dan Brown, pudimos leer a García Márquez, a Vargas Llosa y a Antonio Machado (por culpa de Serrat) y, en vez de fanatizarnos con Shakira o Paulina Rubio, tuvimos el privilegio de oír a Ana Belén y a Tina Turner, desde que cantaba, con Ike, «Proud Mary».

La memoria, ya se sabe, es selectiva, para los buenos y para los malos recuerdos. Pero su alimento suele ser sólo uno: la realidad vivida, los placeres y dolores consumidos, las experiencias que nos han tocado. No me queda más remedio, entonces, que sentir un poco de pena por la generación del reguetón, con acceso a tanta información, incluida la cultural, pero que está creando sus futuras nostalgias con las canciones de Daddy Yankee y Don Omar, con el baile del perreo y los videoclips de Shakira, y que nunca entenderán del todo que el mundo alguna vez se dividió entre los farts de Lennon y los de McCartney, que un poeta de la generación del 98 español escribió las mejores letras de canciones que jamás escuchamos y que unos locos en Nueva York se impusieron hacer salsa con conciencia para buscar América y lograron que otro loco en Santo Domingo se pusiera a clamar, a ritmo de merengue, para que lloviera café.