Con honores fue despedido en Ibagué el coronel Granados, asesinado en Cauca
El sol caía sin prisa sobre el cementerio central de Ibagué cuando el féretro del teniente coronel Rafael Granados Rueda cruzó lentamente la puerta principal, escoltado por una calle de honor formada por soldados. El silencio que se hizo allí no fue normal: era denso, pesado, como si cada persona contuviera el aire para alargar un poco más el momento antes del adiós definitivo. Apenas se escuchaban los pasos de la tropa y el leve roce de las botas sobre el pavimento.
Granados, jefe de operaciones de la Brigada Contra el Narcotráfico N.º 3, fue asesinado en el Cauca luego de que hombres armados lo atacaran en medio de una misión militar. Su muerte golpeó a su familia, a la Fuerza Pública y a un país que parece vivir entre noticias recurrentes de tragedia. Por eso, esta despedida no fue una más. Hubo dolor, hubo rabia, pero sobre todo, hubo un mensaje: este país no puede normalizar la muerte.
El ataúd llegó cubierto con el tricolor nacional. A su alrededor, oficiales de rango similar sostenían la bandera con fuerza y solemnidad. Las miradas, rojas de contención, decían más de lo que cualquier discurso podría pronunciar. Un toque de silencio quebró el ambiente, obligando a todos a enfrentar la realidad: un oficial más caído en medio del conflicto. Luego vinieron las salvas de honor, un eco seco que retumbó en el pecho de los presentes.
Entre quienes acompañaron el sepelio estuvo la gobernadora del Tolima, Adriana Matiz, quien habló con la familia, saludó a su esposa, y permaneció de pie durante el acto como cualquier doliente más. No llegó con formalismos políticos; llegó a despedir. Pero también, a advertir.
Con voz firme, Matiz dijo lo que muchos pensaban en silencio: Colombia está viviendo una escalada violenta que no se puede aceptar como costumbre. “Nos duele el alma. No podemos seguir perdiendo vidas de esta manera. El llamado es a la paz, a la justicia y a no permitir impunidad”, afirmó frente al público. Sus palabras, breves pero duras, quedaron flotando entre el murmullo contenido.
El sepelio se extendió entre abrazos, flores, pañuelos contra la cara y familias enteras que, aunque no conocían al oficial, llegaron para acompañar y para decir: no queremos más guerra. Incluso algunos niños observaban desde la distancia, agarrados a la mano de sus padres, preguntando en voz baja qué estaba pasando. Esa escena —tan sencilla y tan brutal— explicó por qué esto importa: porque la violencia no solo mata soldados, mata futuro.
Cada gesto de la ceremonia sumó una pieza a la memoria colectiva: el pabellón plegado con precisión quirúrgica antes de ser entregado a la familia; el último abrazo de los compañeros; las condecoraciones brillando al sol; la música de fondo que parecía detener el tiempo. Finalmente, el féretro fue descendido mientras un aplauso rompía el silencio. Ese aplauso duró más de lo habitual. Nadie quería que fuera la última vez.
El país se fue del cementerio con una sensación difícil de digerir: el miedo está ahí, la violencia está ahí, pero también está la certeza de que la paz no es un discurso: es una urgencia. La muerte del coronel Granados deja una herida en su familia y en su institución, pero también deja una pregunta que debería dolerle a todos:
¿cuántas despedidas más está dispuesto a soportar Colombia?
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