Ataud
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Foto: Ingimage
23 Mar 2020 11:39 AM

Morir en los tiempos del Coronavirus

Samuel
Barreto Bonilla
Hoy se dá el último adiós sin misa, sin velorio, sin acompañamieto.

La vida sigue, y quizá la parte más importante de nuestra vida es la muerte, el momento en que el destino y las circunstancias ponen punto final a la historia de una persona y la tinta seca deja frases a medio terminar y tramas inconclusas. 

Aquí, en el mundo de los vivos, quedamos aquellos que sentimos el dolor de la partida, el frio de la ausencia y un recuerdo resonante que vibrará en la memoria hasta que el ángel de la muerte nos corone con mortajas a nosotros mismos. 

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Los velorios, el funeral, las exequias, todas ellas son representaciones que como familia y amigos decidimos asistir para pasar el duelo, decir a dios, elevar una oración y sentirnos acompañados por todos aquellos que conocieron a esa persona que ya no está. 

Seamos sinceros, no hay cumpleaños, navidad, año nuevo o matrimonio que reúna a toda una familia, pero cuando el ultimo soplo de aire abandona los pulmones de un ser querido, el mar, el cielo y la tierra entregan a los dolientes, quienes se reúnen a sollozar alrededor de un cascarón vacío que reposa en un féretro de pino adornado de frías flores fúnebres. 

Pero hoy vivimos una situación tan atípica, las puertas de las casas se han cerrado, las ruedas de los carros dejaron de rodar y las calles solo se adornan de unas cuantas personas que van a comprar alimentos y medicinas, y así debe ser, la humanidad se enfrenta a un virus que al momento en que se escriben estas palabras ya cobró la vida de más de 12,942 personas en 177 países. 

Las naciones se han encerrado, la cuarentena es mundial, la prioridad es proteger a los adultos mayores y a los niños, cualquier persona que se vea expuesta a este virus puede convertirse en un potente portador que termine diseminando el Covid 19 a aquellos que lo rodean.

Pero, ¿qué pasa cuando alguien muere? ¿Dónde quedan los velorios en medio de una cuarentena que prohíbe las concentraciones de personas? Hoy morir tiene otro significado, y es el de hacerlo en soledad. 

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El sector funerario, a pesar de la pandemia, continúa trabajando las 24 horas, cumpliendo las normas de la administración municipal, departamental y del gobierno nacional, sin embargo, las exequias han sido tan diferentes.

Cuando alguien muere, su cadáver debe pasar por los institutos de salud que expiden los certificados de defunción, y de allí van a las funerarias para que los tanatologos cumplan con sus labores de preparación del cuerpo. 

Sin embargo, a diferencia de hace tan solo unas semanas, ya no hay velorio, ya no hay sala de velación, ni misa, ni acompañamiento, si acaso dos o tres familiares pueden estar al lado del féretro en el traslado desde la funeraria hasta el lugar de último reposo, sea el cementerio o el horno crematorio. 

Dolor y tristeza son los sentimientos de las familias al no poder acompañar a sus seres queridos, algunos entienden que por las circunstancias las cosas son así; a otros, en medio del duelo, la rabia se vuelve palpable por no poder estar ahí y despedir a esa persona especial como se es acostumbrado.

Pero, a pesar de todo, la vida sigue, y por el bien de los que quedamos aquí tenemos que ser fuertes. 

 

Ser, o no ser, ésa es la cuestión.
¿Cuál es más digna acción del ánimo,
sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta,
u oponer los brazos a este torrente de calamidades,
y darlas fin con atrevida resistencia?
Morir es dormir. ¿No más?
¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron
y los dolores sin número,
patrimonio de nuestra débil naturaleza?...
Este es un término que deberíamos solicitar con ansia.
Morir es dormir... y tal vez soñar.
Sí, y ved aquí el grande obstáculo,
porque el considerar que sueños
podrán ocurrir en el silencio del sepulcro,
cuando hayamos abandonado este despojo mortal,
es razón harto poderosa para detenernos.
Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga.
¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales,
la insolencia de los empleados,
las tropelías que recibe pacífico
el mérito de los hombres más indignos,
las angustias de un mal pagado amor,
las injurias y quebrantos de la edad,
la violencia de los tiranos,
el desprecio de los soberbios?
Cuando el que esto sufre,
pudiera procurar su quietud con sólo un puñal.
¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando,
gimiendo bajo el peso de una vida molesta
si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte
(aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna)
nos embaraza en dudas
y nos hace sufrir los males que nos cercan;
antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento?
Esta previsión nos hace a todos cobardes,
así la natural tintura del valor se debilita
con los barnices pálidos de la prudencia,
las empresas de mayor importancia
por esta sola consideración mudan camino,
no se ejecutan y se reducen a designios vanos.
Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña,
espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

Hamlet: III acto, escena 1.

William Shakespeare