
ChatGPT, Google y los límites de la inteligencia artificial: ¿Quién controla lo que sabes?
En un mundo donde millones de personas consultan a diario a Google, a ChatGPT y a otras herramientas impulsadas por inteligencia artificial (IA) para resolver dudas, tomar decisiones o informarse, la gran pregunta no es solo qué se sabe, sino quién decide lo que tú puedes saber. La IA ya no es una promesa futurista: es una realidad que afecta nuestra manera de pensar, consumir información y relacionarnos con la verdad.
La inteligencia artificial ya está en todas partes
Desde que OpenAI lanzó ChatGPT al público en 2022, el uso de modelos de lenguaje e inteligencia artificial se disparó. Google respondió con Gemini. Microsoft integró IA a sus productos. Apple prepara su propio ecosistema. Pero esta revolución no solo se trata de eficiencia o automatización. También implica una reconfiguración de cómo se accede al conocimiento.
Hoy es común que un estudiante universitario consulte a ChatGPT antes que a un libro, o que un periodista utilice Gemini para encontrar enfoques de investigación. Incluso en decisiones médicas, legales o empresariales, las IA están presentes. Pero... ¿Qué tan confiable es esta información? ¿Quién la define?
¿Qué tan libre es la información que ofrecen las IA?
Las herramientas de inteligencia artificial se entrenan con grandes volúmenes de datos extraídos de internet, libros, artículos científicos, noticias, redes sociales, y más. Sin embargo, ese entrenamiento no es neutro. Los modelos son afinados por empresas privadas —como OpenAI o Google— que filtran, ponderan y limitan lo que los sistemas pueden decir. Lo hacen para evitar discursos de odio, violencia, discriminación, pero también para proteger intereses corporativos y evitar “zonas grises”.
Esto significa que hay temas sobre los que una IA no te dará respuesta directa o simplemente evitará opinar. ¿Es esto censura? Algunos dirán que es responsabilidad ética. Otros, que es control de la narrativa. Lo cierto es que, al depender de estas tecnologías, nuestra visión del mundo también queda parcialmente determinada por decisiones empresariales invisibles.
Sesgos, errores y desinformación: riesgos reales
A pesar de su apariencia segura, las IA pueden equivocarse. Existen múltiples casos documentados de errores graves: desde recomendaciones médicas erradas hasta afirmaciones falsas presentadas como hechos. Esto ocurre porque los modelos no “piensan” ni “entienden”, sino que predicen palabras en función de patrones.
Además, las IA heredan sesgos de sus fuentes de datos. Si el contenido disponible en internet tiene una inclinación ideológica, racista o sexista, el modelo también puede replicarla. Por eso, organizaciones como la UNESCO, el MIT y la Universidad de Stanford trabajan activamente en identificar estos sesgos y proponen marcos regulatorios para evitarlos.
El debate sobre la regulación global
Uno de los grandes desafíos del presente es definir cómo y quién debe regular la inteligencia artificial. En la Unión Europea ya se aprobó la primera ley integral sobre IA, que impone límites a sistemas considerados de alto riesgo. Estados Unidos ha emitido órdenes ejecutivas con principios éticos. En América Latina, Colombia está empezando a trazar lineamientos, aunque todavía sin una legislación robusta.
El problema es que la tecnología avanza más rápido que la política. Y mientras tanto, los usuarios no siempre tienen claridad sobre cómo funciona la IA que usan, qué datos entrega, y qué datos toma de ellos.
¿Cómo usar la IA sin dejar de pensar?
La inteligencia artificial es una herramienta poderosa, pero no reemplaza el criterio humano. Por eso, los expertos recomiendan usar estas plataformas como un apoyo, no como fuente única. Contrastar con otras fuentes, consultar a especialistas humanos y desarrollar pensamiento crítico siguen siendo las mejores defensas contra la desinformación, aunque provenga de una máquina.
Además, se sugiere a las instituciones educativas y medios de comunicación formar a las personas en alfabetización digital y en comprensión de algoritmos. No basta con saber usar la tecnología: hay que entender cómo opera.
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